Al borde del Coronavirus: acceso desigual al agua en las cárceles chilenas

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La emergencia sanitaria por Coronavirus llega en medio de un panorama de desigualdad entre la población. Las personas que pueden desarrollar teletrabajo gozan de un gran privilegio respecto de quienes por la naturaleza de su trabajo no pueden. Quienes tienen los medios para procurarse elementos de protección como mascarillas o guantes tienen privilegios respecto de quienes deben ingeniárselas para armarlas con los elementos más inmediatos.

Pero todas estas tipologías de personas gozan de una característica común que les permite gestionar la respuesta a la crisis: la libertad.

Las cárceles son lugares que, desde antes de la llegada del COVID-19, pueden ser una trampa mortal para las personas que los habitan. En las cárceles se vive un ambiente violento, poco salubre y que por diversas razones no siempre cuenta con medios dignos para la vida. Estas características se han reforzado en las últimas semanas y los riesgos son, por largo, muy superiores al medio libre. Ahora bien, corresponde preguntarse ¿Cómo es que toleramos este tipo de condiciones? La respuesta no es única pero pasa por un continuo de falta de voluntad política, estigmatización desde la ciudadanía y diversas fallas en la gestión de política penitenciaria.

Dado lo anterior es que tomo solo un tema para ejemplificar esto que expongo: el Derecho Humano al Agua.

La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas reconoció el año 2010, mediante la Resolución 64/292, el Derecho Humano al Agua Limpia y Saneamiento. Reafirmó en 2015 que garantizar la disponibilidad de agua y su gestión sostenible, además del saneamiento es un Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) a alcanzar para 2030. Este ideal que se plantea a nivel internacional es todavía una quimera lejana para los recintos penitenciarios en Chile.

Pareciera ser que la condena de una sanción penal viniera con un mensaje implícito, una letra chica. Hoy por hoy esta letra chica, de la que nadie habla, es que una vez dentro de un recinto penal la persona depende de la autoridad penitenciaria para acceder a oportunidades de educación o trabajo, o bien que sus visitas serán registradas en condiciones poco dignas, o que dependerá del penal en el que sea destinado si sus condiciones serán adecuadas. Irónicamente los únicos internos que tienen acceso a ducha con agua caliente, aún en el invierno, son quienes cumplen condena en Punta Peuco. En todos los demás recintos la ducha es fría en invierno y verano.

La Fiscalía Judicial y el Instituto de Derechos Humanos han constatado en terreno que el acceso al agua potable es desigual, insuficiente, discontinuo y, en ocasiones, indirecto, es decir, mediado por funcionarios penitenciarios. En estos casos se presenta el problema que si una persona privada de libertad quisiera lavar sus manos, como recomienda la OMS para protegerse del Coronavirus, no tiene cómo hacerlo en su celda, sino que debe ser conducida a un baño de uso común. Si las personas no se pueden procurar por sí mismas de agua, escasamente se puede cumplir con la medida básica que se requiere en este período. Todo lo anterior es respecto del agua, el acceso a jabón depende de las encomiendas que su familia esté en condiciones de enviarle. Esta desigualdad ya existía con anterioridad, solo se ha vuelto evidente con la pandemia.

Como Proyecto Reinserción consideramos que deben tomarse medidas extraordinarias para garantizar el acceso humano al agua a personas privadas de libertad. Ya había una necesidad desde antes de esta emergencia, pero la pandemia impone una urgencia especial de alcanzarlo. Este acceso debe ser incondicional, sin mediadores y a nivel de celda, de forma de no dilatar la accesibilidad universal que corresponde que exista durante las 24 horas del día.

Nos hemos acostumbrado a abusar del mantra que “el agua es vida”, pero no nos indigna lo suficiente que de su privación, se ponga en riesgo de enfermar gravemente. Hoy, la falta de agua en condiciones de dignidad en los penales del país, es la delgada línea que separa la salud de la enfermedad, cuando no de la muerte. Esta realidad debe indignarnos y movilizarnos a demandar condiciones de dignidad mínimas, para todas las personas de Chile, especialmente de aquellas privadas de libertad.

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